Frío. Bufandas. Olor a pochoclo. Un Barney debilucho en la puerta del Abasto. Un winnie Pooh que habla con una promotora. Globos de todos los colores y precios. Afiches de obras de teatro (Gianolla haciendo el Mago de Oz, el Lopilato haciendo de Tarzán, Liz Solari es la Barbie alive?) más cajitas pseudo felices, más pubertad suelta en los cybers, más de más consumo, más descuentos en las revistas, más entradas al Parque de la Costa (?así que si estás embarazada, entrás con descuento?) más películas infantiles, más para unos pocos, menos guardapolvos blancos por las calles, más niñitos en las escaleras mecánicas de los subtes, de los shoppings, de los supermercados, más caramelos pegoteados en los asientos de los bares, más fotos en el obelisco, menos colectivos para sacar menos a los niños aunque hay que sacarlos más.
Vacaciones de infierno para quienes queremos ir al cine y no esquivar chicos con madres cargadas de camperas y abrigos (esas madres ocupan el doble de lugar en todos lados) vacaciones de infierno para los que queremos no querer odiar el invierno ni a los niños (los adoro, pero, ¿por qué mi alma se congela ante esta invasión urbana?)
De niña. también odiaba las vacaciones de invierno, las odiaba porque sabía que de algún modo, esos días eran ficticios y construidos. No había que ir al cole, pero "había que" (salir, descansar, divertirse, dormir hasta tarde, etc) y eso le concedía al no tener que, otro tener que.
También iba a la Rural en ese entonces. comer un paty y ver un aber dinangus, era una fiesta de todos. Ahora la fiesta se la hacen algunos.